martes, 8 de julio de 2008

CONTEMPLACIONES DE UN BUONGUSTAIO


Disfruto leyendo el Buen Libro. Dios es perfecto pero también caprichoso.

En el primer capítulo del Génesis condena a sus criaturas a ser vegetarianos: “Y dijo Dios: He aquí que os he dado toda hierba que da simiente, que está sobre la faz de toda la tierra; y todo árbol en que hay fruto de árbol que da simiente, os será para comer.” Pero ya ocho capítulos después Él anula su fatwa: “Todo lo que se mueve y vive os será para mantenimiento: así como las legumbres y hierbas, os lo he dado todo.”

Y los muy creyentes paraguayos tomaron este último verso al pie de la letra, comiendo todo lo que se mueve y respira. Yo también. Engordé al menos siete kilos desde mi llegada. Me di por vencido en la guerra contra las calorías, ondeando la bandera blanca con placer; estas interminables cuentas me volvían loco.

“Toda desventaja tiene su ventaja”, como decía mi compatriota Johan Cruijff.

Ya no me siento culpable cuando roncho los brownies de Bolsi (por supuesto con helado de dulce de leche), las empanadas de Leo en Colón, las milanesas de Lido, las hamburguesas de Pancholos y los alfajores de Havanna.
Agradezco al Buen Pastor que nadie en mi fascinante nuevo país se ría de mi pancita. Mejor que no lo hagan.

Pero bueno, sigamos.

Mi casa no es más que un lugar donde colgar el sombrero. Las pocas veces que pienso en Holanda, huelo spruitjes, coles de Bruselas. En mi país natal, el repugnante olor de estas cositas verdes sirve de metáfora para describir a la chusma.
Pero nuestro plato más famoso es stamppot: verduras, preferentemente repollo; nuestro orgullo nacional, chafado con papas hasta hacerse papilla.
La sal es nuestra especia más exótica.
El lector ya sabe suficiente: soy un refugiado culinario.
En venganza me convertí en un buongustaio; un aficionado a la comida.
Mis viajes por Europa estaban dictaminados por la guía Michelin, la biblia culinaria del Primer Mundo. Ni museos ni catedrales; nada podría desviar la cruzada de mi estómago.

Pero muchas veces tuve que dejar el Buen Libro en casa. Tres cuartas partes del mundo son terra incognita para Michelin. Me gusta el buen desafío: ojos de camello en el desierto de Arabia, serpiente y cucarachas fritas en Tailandia, gusanos y mono en Zambia y haggis en Escocia (a base de pulmón, hígado y corazón de cordero mezclados con cebollas, harina de avena, hierbas y especias, todo ello embutido dentro de una bolsa hecha del estómago del animal y cocido durante varias horas).

Cuando en Roma, haz como los romanos. Desde mi exilio voluntario en Paraguay, aprendí a disfrutar de las curiosidades locales como la chipa, la sopa o la mandioca.

Una vez le pregunté a un ruso por qué tenían la costumbre de terminarse el vaso de vodka de un trago. “Muy simple, respondió, no sabe bien”.
Nadie me escuchará decir que la mandioca es insípida.
Una expresión holandesa dice que el hambre convierte los frijoles crudos en dulce. Según los especialistas de la historia social del Paraguay, la gastronomía popular es abundante en contenido calórico debido a la escasez después de la Guerra de la Triple Alianza.

La guerra se acabó, cantaba John Lennon.
La otra noche, me desperté completamente desorientado. Soñé que caminaba por París con la guía roja en mis manos. “Es solo una pesadilla”, me dijo mi novia. Ya, seguro, pensé yo, y caminé a la nevera para morder una chipa fría y rancia.
Aun así, vivir en el exilio no siempre es fácil.

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