martes, 8 de julio de 2008

QUO VADIS?


Mi padre siempre me contaba los mismos chistes en las fiestas de cumpleaños. Uno de sus preferidos era el del elefante y el ratón caminando sobre un puente. El ratón le dice al elefante: “¡Qué divertido todo el ruido que hacemos cuando saltamos!”.

Vale, reconozco que es un chiste con barba ya crecidita, como le llamamos a las bromas viejas en Holanda, pero siempre funcionan cuando se usan como metáfora para, por ejemplo, la amistad entre el Sr. Chávez y el Sr. Morales.
A la anécdota del ratón y el elefante le seguía siempre la del enigma de los dos hermanos; en ese momento mi madre y yo ya nos habíamos esfumado del cuarto de estar.
El viajero llega a una encrucijada y no sabe qué dirección tomar. Dos hermanos viven en esta encrucijada. Uno siempre miente, y el otro siempre dice la verdad. ¿Cómo sabes cuál es el buen camino? Paraguay me recuerda mucho a esta adivinanza.

El otro día mi novia le preguntó una dirección a un hombre del mostrador de un videoclub.

Tengo que aclarar que por regla general los hombres nunca preguntamos las calles; eso es tarea de mujeres. Gracias a Dios que no tenemos vehículo y nos ahorramos las pequeñas guerras de mapas en un tranquilo día de excursión al campo.

Pero bueno, sigamos.
El hombre del videoclub llevaba anteojos por lo que parecía estar capacitado para leer. Muy pensativo, se rascó la cabeza, miró al techo y respondió: Ni i-de-a.
La (gran) calle en cuestión estaba a no más de 50 metros.

Me di por vencido en el socorro a mi ubicación asuncena; mi novia guarda aún un atisbo de esperanza.

Si le preguntas al conductor del colectivo si pasa cerca de tal o tal calle, siempre te dirá que por supuesto. Le puedes preguntar por Xanadú, Patolandia o el Dorado y nunca te defraudará.
Cada pasajero y cada guaraní cuentan. Comprendo esto, también que no quieran decepcionar a su jefe, y que son estas las principales razones de que manejen como si fuesen Stevie Wonder. Parece que tampoco hace falta tener conocimiento de las calles; su vehículo lo usan como si fuesen por los túneles del metro.
Por cierto, no me extraña que se le pregunte por Patolandia siendo Asunción la única ciudad de Sudamérica con una calle llamada Walt Disney.

Poco a poco empiezo a estar convencido de que la mayoría de los paraguayos están en desafío con la orientación. La solución es fácil; solo salgo de casa pegado a un mapa callejero. Pero aun así el éxito no está garantizado puesto que la municipalidad no es muy generosa con los paneles callejeros.

Pero siempre encuentras algo peor.

Como cuando no conocen el camino y te dirigen completamente en sentido contrario.

Supongo que será un fenómeno antropológico.

En Egipto la gente nunca sabe una dirección (o no saben de nada), pero no quieren decepcionar al visitante, así que le envían al desierto.
En algunos países, entre ellos Paraguay, a la gente no le gusta decir que no.
En Líbano le pregunté a un vendedor ambulante por un paquete de cigarros. Se quedó mirándome durante minutos, amigable, sin mediar palabra, hasta que me di cuenta de que estaba moviendo su ceja derecha para indicarme que no tenía la marca que yo quería.

Decir que no está considerado maleducado y desconsiderado.
Un día el mundo desaparecerá bajo el yugo de la cortesía.

Mi mayor preocupación en este sufrimiento de lujo es que la policía de tráfico, sonrisa en boca e impecablemente vestida, ni tiene conocimiento callejero ni controla el tráfico.
Respecto al enigma de los dos hermanos, le haces a los dos la misma pregunta: ¿Qué contestaría tu hermano? Aun así me pregunto si esto funcionaría con dos hermanos paraguayos.

CONTEMPLACIONES DE UN BUONGUSTAIO


Disfruto leyendo el Buen Libro. Dios es perfecto pero también caprichoso.

En el primer capítulo del Génesis condena a sus criaturas a ser vegetarianos: “Y dijo Dios: He aquí que os he dado toda hierba que da simiente, que está sobre la faz de toda la tierra; y todo árbol en que hay fruto de árbol que da simiente, os será para comer.” Pero ya ocho capítulos después Él anula su fatwa: “Todo lo que se mueve y vive os será para mantenimiento: así como las legumbres y hierbas, os lo he dado todo.”

Y los muy creyentes paraguayos tomaron este último verso al pie de la letra, comiendo todo lo que se mueve y respira. Yo también. Engordé al menos siete kilos desde mi llegada. Me di por vencido en la guerra contra las calorías, ondeando la bandera blanca con placer; estas interminables cuentas me volvían loco.

“Toda desventaja tiene su ventaja”, como decía mi compatriota Johan Cruijff.

Ya no me siento culpable cuando roncho los brownies de Bolsi (por supuesto con helado de dulce de leche), las empanadas de Leo en Colón, las milanesas de Lido, las hamburguesas de Pancholos y los alfajores de Havanna.
Agradezco al Buen Pastor que nadie en mi fascinante nuevo país se ría de mi pancita. Mejor que no lo hagan.

Pero bueno, sigamos.

Mi casa no es más que un lugar donde colgar el sombrero. Las pocas veces que pienso en Holanda, huelo spruitjes, coles de Bruselas. En mi país natal, el repugnante olor de estas cositas verdes sirve de metáfora para describir a la chusma.
Pero nuestro plato más famoso es stamppot: verduras, preferentemente repollo; nuestro orgullo nacional, chafado con papas hasta hacerse papilla.
La sal es nuestra especia más exótica.
El lector ya sabe suficiente: soy un refugiado culinario.
En venganza me convertí en un buongustaio; un aficionado a la comida.
Mis viajes por Europa estaban dictaminados por la guía Michelin, la biblia culinaria del Primer Mundo. Ni museos ni catedrales; nada podría desviar la cruzada de mi estómago.

Pero muchas veces tuve que dejar el Buen Libro en casa. Tres cuartas partes del mundo son terra incognita para Michelin. Me gusta el buen desafío: ojos de camello en el desierto de Arabia, serpiente y cucarachas fritas en Tailandia, gusanos y mono en Zambia y haggis en Escocia (a base de pulmón, hígado y corazón de cordero mezclados con cebollas, harina de avena, hierbas y especias, todo ello embutido dentro de una bolsa hecha del estómago del animal y cocido durante varias horas).

Cuando en Roma, haz como los romanos. Desde mi exilio voluntario en Paraguay, aprendí a disfrutar de las curiosidades locales como la chipa, la sopa o la mandioca.

Una vez le pregunté a un ruso por qué tenían la costumbre de terminarse el vaso de vodka de un trago. “Muy simple, respondió, no sabe bien”.
Nadie me escuchará decir que la mandioca es insípida.
Una expresión holandesa dice que el hambre convierte los frijoles crudos en dulce. Según los especialistas de la historia social del Paraguay, la gastronomía popular es abundante en contenido calórico debido a la escasez después de la Guerra de la Triple Alianza.

La guerra se acabó, cantaba John Lennon.
La otra noche, me desperté completamente desorientado. Soñé que caminaba por París con la guía roja en mis manos. “Es solo una pesadilla”, me dijo mi novia. Ya, seguro, pensé yo, y caminé a la nevera para morder una chipa fría y rancia.
Aun así, vivir en el exilio no siempre es fácil.